Del archivo de vívidas memorias de este año:
En enero estaba solo, roto y sediento de cielos nuevos. Acabé frente al 105 del bulevar Орце Николов de Skopje, en un discreto café que se llama Nadzak.
Lo mejor de la vida sucede por accidente: al pasar distraído junto al Nadzak oí una canción que me llamó la atención. Me paré a escucharla. La busqué y descubrí que era un éxito de Iva Zanicchi de 1971: «La riva bianca, la riva nera».
A la mañana siguiente volví a pasar por el Nadzak, sito a medio camino entre mi apartamento y los cafés de la Plaza de Macedonia a que solía ir a escribir y programar.
Pero esta vez sonaba Aznavour. Volví a detenerme sorprendido. ¿Qué trébol de cuatro hojas era aquel que resistía en la vasta pradera global del reguetón y la música más zafia?
Troqué mis planes y entré al Nadzak. Afuera el sol fundía sobre la acera la nieve exigua de la noche anterior. Me senté en una esquina al abrigo de una estufa de gas y saqué el portátil.
Aquellas semanas fui todas las mañanas al Nadzak.
La última, de camino al autobús que me llevaría a Bulgaria, me detuve a agradecer al mesero su heroica resistencia a la pandemia del «arte degenerado». Muy cordial, el chico del Nadzak me anotó en un recorte de papel el nombre de la emisora serbia que ambientaba mis mañanas.
Desde entonces, escribo y programo escuchando esta emisora sin publicidad que son en realidad varias: de la «nouvelle chanson» al rock de la antigua Yugoslavia; del Festival de San Remo al sirtaki.
Y cuando me siento solo, roto y sediento de cielos nuevos, me reconforta pensar que en mi esquina del Nadzak alguien escucha conmigo a Zanicchi o Aznavour, al abrigo de una estufa de gas.