De adolescente me dolían los huesos y mi madre me llevó al médico.
—Es normal; es el crecimiento —me dijo el doctor.
En la universidad aprendí que aprender es incómodo. Uno no se sienta durante semanas delante de unos crípticos apuntes sobre integrales vectoriales tomados a toda velocidad desde la duodécima fila de un aula escalonada y simplemente disfruta de la lectura. No. A menudo pasaba horas atascado, intentando entender un razonamiento al que le faltaba un paso. O tenía que saltar al concepto siguiente sin terminar de comprender del todo el anterior. Aprender te ensancha la mente, y eso es incómodo.
En la empresa conviví con el estrés durante diez años. Fui muy feliz, pero era muy estresante hacer crecer un negocio y liderar un equipo siendo socio y administrador único. Una mañana llegó temprano un compañero a la oficina:
—¡Que pronto has venido hoy! —me dijo sorprendido.
—No he llegado pronto; es que aún no me he ido.
Emil Zátopek es una leyenda del atletismo. En las Olimpiadas de 1952 logró una gesta sobrehumana que nadie más ha repetido: ganó las medallas de oro corriendo lo 5000 metros, los 10 000 metros y la maratón, y batiendo el récord del mundo en todas ellas. Mientras corría, Zátopek gemía, gesticulaba, se fruncía y hacía muecas. Un día le preguntaron sobre este particular estilo.
—Mira… una maratón no es como la gimnasia rítmica; yo no puedo correr y sonreir al mismo tiempo —contestó.
Y esta es la realidad que a menudo omiten los patéticos manuales de autoayuda, los vídeos motivacionales de internet y los «coach» de los mundos de Disney:
Que crecer duele.
Que aprender es incómodo.
Que el éxito es aldaba del sacrificio.