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Al Consejo de la Productividad de España

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9 months ago

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Domingo. Me levanto con un párpado inflamado. Un rollo, pero nada grave; ya me pasó el año pasado en Coímbra. Entré a una farmacia, me dieron una pomada y, en dos días, ventilado. Voy a una farmacia santanderina y pido la pomada. —¡No tan deprisa, forastero! —me dice simpático el farmacéutico—. Esa pomada tiene antibiótico y solo puedo dispensártela con receta. No pasa nada —me digo—. Tenemos una de las mejores sanidades del mundo. Desde el coche intento pedir cita por internet en mi centro de salud. Hay un hueco dentro de tres días, pero creo que para entonces tendré el ojo bastante peor. Pido auxilio por teléfono a un amigo médico: —Ve a Urgencias y allí te darán la receta. —Lo mío no es una urgencia —pienso— pero necesito la pomada. Arranco el coche, cruzo la ciudad y aparco en el hospital Valdecilla. Intento ungirme de paciencia. Tras un par de patéticas horas en una sala de espera congestionada, vuelvo a escribir a mi amigo. —¡A Urgencias del hospital no, hombre, que está lleno! Tienes que ir a Urgencias del centro de salud. Yo me acuerdo del chiste aquel: «La experiencia es eso que obtienes justo después de haberlo necesitado». Resignado, pago el tique del aparcamiento y cruzo de vuelta la ciudad. Consigo aparcamiento cerca del centro de salud. Entro. En el vestíbulo, al otro lado del mostrador, una señora charla animadamente con el vigilante de seguridad. Cuando me aproximo, me pregunta qué me pasa. Yo dudo si contarle mi problema. ¿Es médico esta señora? ¿Debo comentarle un asunto de salud personal ante el vigilante de seguridad? —¿Qué te pasa? —me apremia mientras yo pensaba todo aquello. —Tengo un párpado inflamado y… —No; no me cuentes los detalles… tú necesitas una receta, ¿sí? —me interrumpe. —Exacto. —Pues pasa a la sala —me dice mientras teclea algo en el ordenador. Es una de esas tardes tontas de invierno. Creo que hay partido de fútbol. La sala de espera está vacía. Cuando llevo diez o quince minutos, una puerta se abre. Otra señora, o quizá era la misma, se me acerca. —Vas a tener que esperar un poquito, que la doctora está comiendo. —No pasa nada; tampoco tengo prisa… —contesto sintiéndome instantáneamente imbécil al constatar que no he podido comer yo. Tras cincuenta minutos de espera oigo al otro lado de la pared un alarido gutural: —¡JAIMEEEEE! Me incorporo, me atuso el flequillo con los dedos y aclaro la voz dirigiéndome con paso seguro a la caverna. —¡JAIMEEEEEEEEEE! —¿Estoy en la sanidad pública o en Cabárceno? —me pregunto al cruzar el umbral de la consulta. —Bue… —¡Dime! —…nos días. Supongo que era doctora, aunque no llevaba bata. Me miraba sentada, inquisitiva y con ambas manos al teclado del ordenador, mientras yo aguardaba de pie que me concediese la cortesía de invitarme a tomar asiento. La cortesía no llegó e hice «timeout». Yo empezaba a sentir las pavorosas llamas de un incendio crecer dentro de mí. —Disculpe; voy a cerrar la puerta, voy a tomar asiento, y después le explicaré qué me trae aquí. Y así, a puerta cerrada y sentado frente a la doctora, le expliqué que me había levantado con un párpado inflamado. Ella tecleó algo en el ordenador. —Vale; ya lo tienes. —¿Cómo? —Que ya lo tienes en la receta electrónica. Vas a una farmacia y te dan una pomada. —Ah, ¡gracias! Pero me pudo esta tontería mía de no resignarme al delirio e intentar mejorar cómo funcionan —funcionar es mucho decir— las cosas. —El año pasado me sucedió esto mismo en Portugal y me dieron la pomada en la farmacia. No tuve que venir a Urgencias, ni consumir recursos de la sanidad pública, ni perder el ti… —Ya, pero es que Portugal es otro sistema. —Lo sé. Lo que quiero decirle es, ¿no serías más eficiente para el Sistema y para mí, al menos para este caso, hacer lo que hace Portugal? —Pero es que son leyes. Y a veces son absurdas, pero son así y tenemos que seguirlas. Tampoco puedes comprar paracetamol de un gramo sin receta pero, en cambio, puedes comprar el de 500 mg y tomar dos, que es lo mismo. Es absurdo, pero son normas y hay que cumplirlas. Yo quería explicarle a la doctora que esas normas no están cinceladas en piedra y que se pueden cambiar. Quería explicarle que en aquella consulta, yo era el usuario y ella la representante del Servicio Cántabro de Salud. Quería explicarle también que existen procedimientos administrativos internos por los cuales ella puede canalizar mi sugerencia de mejora para que, algún día, Dios sabe qué gerifalte la tenga en cuenta cuando toque actualizar las normas. Quería explicarle a la doctora muchas cosas, pero ella me despedía con la mirada y yo me había puesto inconscientemente de pie, deseando largarme cuanto antes de allí. ¡Al menos ya tenía la receta! Ensillo nuevamente a Rocinante y jineteo de vuelta a la farmacia de guardia. Aparco malamente en una parada de autobús. Enciendo las luces de emergencia y entro corriendo. —Quería un medicamento que tengo en mi receta electrónica. —Dígame su número de tarjeta sanitaria. Deletreo la retahíla mientras el chico teclea en el ordenador. Yo miro el coche de reojo. —¡No te preocupes! Cuando hay partido la policía no viene hasta aquí —me dice simpático. Pero el farmacéutico frunce entonces el ceño. —Vaya… tenemos un problema. —¿Hay que perdirla al almacén? —No, no es eso… el médico te ha puesto pomada para uso tópico, y esa no te vale para los ojos. —Ya veo que la policía no es lo único que no funciona aquí. —Pero no te preocupes… puedo hacer un truco y yo te doy la pomada correcta. Aunque, claro, tendrás que pagarla entera. Si la receta estuviese bien sí te entraría por la Seguridad Social. En Coímbra, en la plaza del Ocho de Mayo, hay una pequeña farmacia que hace esquina. En agosto entré y expliqué en castellano que tenía una párpado inflamado. Me dieron al momento una pomada y, en dos días, ventilado. Y escribo esto preguntándome cuántas horas, cuántos millones de horas productivas anuales perdemos los españoles en laberintos burocráticos así.
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Jaime Gómez-Obregón

@JaimeObregon

Ingeniero hackeando para mejorar la Administración pública. Ayúdame a seguir 👉 patreon.com/jaime_gomez_ob…